En las últimas semanas ha emergido con vigor la problemática de la denominada mediática y políticamente “la España despoblada”. Un conjunto de territorios de nuestro país que esencialmente son espacios rurales. Ello ha vuelto a situar en un primer plano de la atención pública la realidad en la que se encuentra una parte importante de ese mundo rural. En este contexto, académicos, pero también políticos y periodistas, han vuelto su mirada hacia el turismo como potencial instrumento con capacidad para revertir la crisis demográfica y socioeconómica que afecta a dichos territorios.
Resulta apropiado reflexionar tanto sobre el concepto de desarrollo (y su corolario de desarrollo rural) como del papel que puede desempeñar el turismo para propiciar dicho desarrollo, fijándonos, especialmente, en la capacidad de las actividades turísticas para inducir un proceso de cambio estructural y también en sus limitaciones e impactos contradictorios.
Desde un enfoque institucionalista se construyó todo el armazón de las políticas de desarrollo rural de la Unión Europea de los últimos años. Políticas que han padecido cambios producto de las correlaciones de fuerzas políticas e inducidos por las propias mutaciones de la sociedad y la economía, europea y mundial. Este acervo de políticas se ha focalizado en promover el desarrollo del mundo rural, primero actuando sobre aspectos agrarios para incidir, después, en el resto de los sectores económicos, sociales y medioambientales, pero siempre sin cuestionar la razón estructural del menor nivel de desarrollo económico y social de los territorios rurales en relación con el mundo urbano.
Esto es esencial, porque desde nuestro punto de vista no podemos entender (ni actuar para revertir acertadamente) la situación del mundo rural sin comprender las complejas funciones multidimensionales que este desempeña en el sistema económico, social, tecnológico, cultural e institucional de cada país (o región) y con relación al conjunto mundial.
El turismo, así, es una de las actividades que mayor crecimiento está teniendo en las sociedades contemporáneas. En el año 2018, en España se movieron 260,8 millones de turistas nacionales y extranjeros, que generaron 1.264,2 millones de pernoctaciones, a lo que debemos sumar el movimiento de 330,1 millones de excursionistas procedentes del propio país o del exterior. Todo ello comportó un gasto turístico directo de 134.552 millones de euros y un efecto indirecto que duplica ampliamente esta cifra. Tales magnitudes llevan a considerar que el turismo es la gran panacea moderna del desarrollo, eje básico de las políticas públicas, y que en lugares donde no está arraigado lo puede acabar estando, si se propicia la valorización de los recursos naturales, patrimoniales y culturales en términos turísticos, se desarrolla un tejido empresarial de alojamientos y de restauración, y se fortalecen las infraestructuras de transporte que faciliten el arribo de los turistas.